El prestigioso destino de un texto fundador (3)

Fuente: FSSPX Actualidad

El Papa Pablo VI, con el cardenal Giovanni Benelli detrás, y el cardenal Agostino Casaroli a la derecha

Los dos artículos anteriores mostraron cómo, redactada en circunstancias humildes y discretas, la histórica Declaración del 21 de noviembre de 1974 tuvo un destino inesperado. 
Las autoridades romanas vieron en ella una posición emblemática que consideraron inadmisible y, tras algunos combates memorables, el enfrentamiento desembocó en la condena del autor y la supresión de su obra.
¿Cómo entender entonces el persistente aferramiento de monseñor Lefebvre a este polémico texto, si no es por la importancia capital que esta Declaración tenía realmente para él?

Un "signo de contradicción"

En el centro de las condenas contra monseñor Lefebvre en 1975, su Declaración fue objeto de discusión entre el profesorado del seminario de Écône. Algunos quisieron corregirla y redactaron una "declaración moderada": "¡Monseñor, suprima su primer texto y firme este!" Pero monseñor Lefebvre no podía ceder. Había dicho a los cardenales: "Puedo escribirlo de otra manera, pero no puedo escribir algo distinto".

Así que cuatro o cinco profesores se retiraron: el texto del 21 de noviembre se convirtió en un signo de contradicción. Monseñor Lefebvre lo recordaría así dos años más tarde: "¡Algunos profesores querían que aceptara el Concilio! Querían que manifestara mi total aceptación del Concilio, y que me opusiera únicamente a las nefastas interpretaciones del Concilio.

"No podía aceptar una fórmula así. Porque, en conciencia y en verdad, no creo que se pueda aceptar. Decir que no hay nada en el Concilio, que el Concilio es perfecto, que es un Concilio como cualquier otro que tenemos que aceptar como cualquier otro, y que el problema solo son las interpretaciones y los abusos del Concilio...".

Este cuestionamiento de Vaticano II le parecía ineludible: "¿Por qué, en la famosa Declaración, hago alusión al Concilio? El Concilio es peligroso. Hay tendencias liberales, modernistas, que son muy peligrosas porque luego inspiraron las reformas que siguieron y que están hundiendo a la Iglesia. Se puede juzgar un árbol por sus frutos, no hay más que mirarlo".

Los hechos mismos le daban la razón. En septiembre de 1975, explicó a los seminaristas: "¡El Santo Padre, los cardenales, condenan nuestro seminario por su tradición! Por el hecho de que guardamos las tradiciones, nos consideran en oposición al Concilio y, por tanto, ¡en desobediencia a la Iglesia! [...]

"¡Lógicamente, pues, el Concilio rompe con la Tradición! ¡Es imposible verlo de otro modo...! Porque conservamos las orientaciones tradicionales, somos condenables en nombre del Concilio: esto significa que del Concilio ha surgido algo nuevo, algo que se opone a la Tradición..." [...].

Una línea divisoria

Sin embargo, si bien la Declaración aparecía claramente como una genuina posición anticonciliar, no podía reducirse únicamente a esta contradicción. Se eleva más alto, en una cima elevada desde donde trasciende toda dialéctica, en un clima de frescura auténticamente católica.

"Así que está contra el Papa, está contra la Iglesia", se nos dice. ¡No estamos en contra del Papa! ¡Somos los mejores defensores del Papa! [...] Estamos unidos como la niña de nuestros ojos a lo que es más querido para el Papa: defender el depósito de la fe, transmitir el depósito de la fe, las revelaciones de los Apóstoles, que fueron dadas a los Apóstoles por Nuestro Señor.

"Por tanto, no estamos en absoluto en contra del Papa, ¡todo lo contrario!" Y en una carta dirigida al Santo Padre el 24 de septiembre de 1975, "reafirmó lo que había afirmado en la primera parte de su Declaración": su "adhesión sin reservas a la Santa Sede y al Vicario de Cristo", afirmando su lealtad "de todo corazón al sucesor de Pedro, 'maestro de la verdad'".

Pero la misma Declaración que lo protegía de la separación del Papa también lo protegía de la sumisión servil al Papa. Este texto fue citado por Mons. Giovanni Benelli, vicesecretario de estado, en una reunión el 19 de marzo de 1976: "Ninguna autoridad, ni siquiera la más elevada en la jerarquía, puede obligarnos a abandonar o disminuir nuestra fe católica, claramente expresada y profesada por el magisterio de la Iglesia desde hace diecinueve siglos".

El prelado dijo: 'Ninguna autoridad, ni siquiera la más elevada': ¿entonces ni el Papa, ni siquiera el Papa?" Monseñor Lefebvre no entendía cómo se podía discutir una frase así, pues le parecía muy evidente...". "Pero -insistió Monseñor Benelli- el Papa es el juez de la verdad, el Papa es el criterio de la verdad, el Papa es quien decide lo que es verdadero.

- Creo que el Papa debe transmitir la verdad, pero no es él quien hace la verdad. Él no es la verdad, él debe transmitir la verdad.
- En cualquier caso, ¡no es usted quien hace la verdad!
- No soy yo. Pero un niño que conoce su catecismo conoce la verdad, y el Papa no puede oponerse a la verdad que está en su catecismo y que los Papas enseñan desde hace veinte siglos".

¡Magnífica respuesta llena de sabiduría y sencillez!

Monseñor Benelli lanzó entonces una súplica: "Monseñor, debe hacer un acto de sumisión. ¡Es necesario un acto de sumisión! Diga que se equivocó; en segundo lugar, que acepta el Concilio, que acepta las reformas postconciliares, que acepta las directrices postconciliares dadas por Roma.

"¡Acepte la misa de Pablo VI en su casa y en todas las casas que dependen de usted; y asegúrese de que todos los que lo han seguido hasta ahora lo sigan también en el cambio que debe hacer y en la disciplina que debe imponerles para volver a la disciplina de la Iglesia! [...] Se lo aseguro: si firma esta acta, no habrá más problemas para su seminario, no habrá más problemas, ¡ni siquiera materiales!"

Pero monseñor Lefebvre, inquebrantablemente fiel a la línea clara de su posición de principio, permaneció inaccesible a estas intimidaciones. Quiso someterse únicamente a la verdad de la Tradición de la Iglesia, aunque ello significara enfrentarse a la oposición más dolorosa.

Ninguna presión lo separaría de la Roma eterna; ninguna contradicción debilitaría el vigor de su apego a Pedro; ningún temor lo desviaría de su oposición fundamental a todas las tendencias liberales que destruyen la Iglesia, así emanaran de un concilio o del mismo Papa.